MARÍA EDIT PALAZUELOS
TODAVÍA LA FELICIDAD
Ruta, árboles y arbustos, puentes, lagunas, curvas, lomas, cielo, campo, más ruta, todo pasaba vertiginoso.
Los carteles despintados le anunciaron que debía ir bajando la velocidad, señal de que estaba por llegar a una ciudad seguramente preanunciada pero que ella, en medio de sus pensamientos, pasó rauda, sin ver; como montada sobre un dardo que atravesaba el vapor que se posaba sobre el asfalto, dándole una apariencia cimbreante al terreno desvanecido.
De a ratos miraba el cuentakilómetros, no quería excederse del límite permitido. Como siempre, el control de las situaciones afloraba con naturalidad. Nada debía entorpecer sus planes, ningún hecho sorpresivo que la desviara de su ruta. No ésta, recta, aburrida y caliente por la que conducía devorando distancias, sino la otra, la que ahora le parecía interminable: la de la vida, la de su vida.
Las primeras casas comenzaron a aparecer, aisladas y silenciosas, sin gente a la vista, luego la típica panadería que iniciaba una hilera de negocios; la gomería, el taller de autos y la infaltable estación de servicio moderna que contrastaba en ese entorno humilde, casi desolado, como un pequeño castillo blanco de una sola planta que emergía entre el resto de las construcciones haciéndolas desaparecer.
En un gesto automático disminuyó la marcha y abandonó el camino hasta parar junto a un surtidor. Un hombre joven de piel olivada enfundado en un overol descolorido, apoyaba su espalda mientras sostenía una revista de historietas entre las manos que leía con una leve sonrisa en la boca.
Casi sin moverse levantó los ojos, quizás un poco molesto por la interrupción.
- ¿Cuánto le cargo? preguntó con un tono de voz grave y monocorde.
Ella se sobresaltó. No, no debía cargar combustible, pues se desviaría del plan prefijado. ¿Acaso no había hecho el cálculo minucioso? Donde terminara, ahí se quedaría.
No pudo responder. Sin más, puso primera y regresó al camino. El muchacho, indiferente, volvió a su lectura más rápido de lo que pensó.
El sol había despegado, ya no se veía plano apoyado sobre el horizonte sino que lucía como un círculo perfecto ascendiendo en luminosidad y altura. El campo también brillaba en un mar interrumpido por humedades blancas, restos del paso nocturno.
No miraba. Tuvo la sensación de que no era ella la que avanzaba sino que las casas, cada vez más cercanas una de otra, se le venían encima.
La temperatura comenzó a subir. Conectó el aire acondicionado pero al instante maldijo, pues recordó que todavía no lo había hecho arreglar.
Hizo el gesto de encender la radio pero lo interrumpió.
Continuó tragando el derrotero casi en forma voraz.
El sol ya estaba instalado en su máxima altura. La sed comenzaba a secarle la garganta. Un grupo de árboles y la frescura que irradiaban sus ramas la atrajeron como un imán. Con un movimiento mecánico aminoró la marcha y entró al camino de tierra que la conducía al bar sin parroquianos pero con eucaliptos frondosos que daban sombra de frescura sobre las pocas mesas.
Estacionó su auto y se bajó.
No evitó inspirar profundamente. Era inevitable. La brisa suave y perfumada penetró en su pecho invadiendo los pulmones de pureza.
Ya sentada en la silla metálica, que había conocido mejores épocas, se distendió.
El mozo se acercó y le preguntó qué se iba a servir.
- Un vaso de agua fresca? contestó.
- ¿Nada más?
- Nada más, gracias.
El hombre se alejó meneando la cabeza, algo extrañado por un pedido tan escaso.
Con no poca coquetería disimulada, presente e innata en toda mujer aún en momentos críticos, estiró las piernas y brazos entumecidos por el manejo “...y por los pensamientos que la acompañaron a lo largo del viaje”. Se abandonó, se dejó estar, trató de alejar las ideas que la atormentaban desde varios días atrás y se entregó poco a poco a un estado de éxtasis y contemplación del que hacía mucho no disfrutaba.
Ensimismada, no notó la mano que apoyaba el vaso sobre la mesa.
Bebió lentamente, saboreando el líquido como un maná.
El silencio. ¿Cuánto tiempo había pasado sin escuchar ese silencio?
Recorrió con la mirada los objetos que la rodeaban. Cayó en la cuenta que todo el marco era atemporal: no había historia, no había moda ni había tradición. Lo que estaba sucediendo a su alrededor bien podría pertenecer a una escena cotidiana del siglo pasado o, quizás, del futuro porque nada indicaba que algo tendría el peso suficiente como para modificar tal escenografía.
Con el afán de no perder la ensoñación miró hacia arriba; los eucaliptos, coronados por un cielo índigo, se agitaban con suavidad. “¿Cómo debe ser? Pensó: cada cosa en su lugar". "¿Será esto la felicidad? ¿Estaré viviendo un momento feliz?” ? se preguntó, al mismo tiempo que una sensación de paz la ganaba por dentro brotando por cada poro de su piel, asedándola. Sólo atinó a rozarse la mejilla con el dorso de la mano, la sintió más suave y tersa que nunca, como si su propio contacto supliera la mano ausente poniéndole el broche final a ese estado de paz que la cubría como un manto, protegiéndola.
Y ahí se quedó. Hasta que la voz del mozo la sacó de ese instante de plenitud que ya tenía olvidado.
¿Va a almorzar, señora?
No, gracias. ¿A qué distancia está la próxima ciudad? dijo, mientras dejaba unas monedas.
¿Lejos? Contestó el mozo "Muy lejos, va a tener que andar mucho todavía".
Le llevó unos minutos volver a ser ella, es decir, la que era cuando llegó al lugar.
Subió a su auto y encaró la ruta.
A sus espaldas fueron quedando las construcciones una a una, cada vez más separadas entre sí. El campo se le volvió a presentar vasto en su dimensión, salpicado por los espacios verdes de los sembradíos. Cada tanto una perdiz huidiza cruzaba el camino, apurada. La acompañaban los graznidos de aves que no alcanzaba a ver.
Se dedicó a observar a un lado y al otro captada por la serenidad del paisaje, en una marcha lenta, lacia, sostenida. Ya había andado unos kilómetros cuando cayó en la cuenta que en ese transcurso no había pensado. “Qué extraño –-se dijo? mantuve mi mente en blanco, creí que no iba a poder lograrlo nunca más”. De inmediato lo asoció al pueblo donde había estado. Sin ninguna duda, en ese lugar se había producido el cambio.
- ¿Por qué no? – y su voz retumbó dentro del coche.
Decidida, giró el volante hacia la izquierda en su totalidad y retornó en busca de otro, uno más, quizás el último momento de felicidad.
Felicidad que ya iba sintiendo en el camino por lo que se sorprendió sobremanera cuando se encontró frente a la estación se servicio donde el mismo empleado continuaba con su lectura. Confundida y desorientada cruzó la ruta y volvió a parar delante del surtidor.
- ¿Y el pueblo? ? le preguntó al muchacho que nuevamente puso cara de molesto.
- ¿Qué pueblo?
- El pueblo y el bar con las sillas de metal... y los eucaliptos...
- Acá no hay ningún pueblo.
- Pero... ¿cómo? Si hasta bebí un vaso con agua fresca y... la sombra...
La piel oliva del muchacho palideció extrañamente y con mucho cuidado, en la creencia de que estaba frente a una demente, le explicó que lo único que tenían por ahí era esa estación de servicio, nada más, y corrió a encerrarse en la oficina.
Ella se alejó unos pasos, se paró en medio del asfalto desierto, miró a su alrededor. En efecto, el surtidor sólo estaba rodeado de un entorno solitario: a partir de ahí sólo campo hasta donde alcanzaba la vista.
Varias veces fue y volvió recorriendo el tramo, andando y desandando el camino una y otra vez.
Fue inútil. El pueblo no existía. Había desaparecido.
Agotada, estacionó en la banquina para ordenar las ideas. Cuando logró serenarse y con meticulosidad, como era su costumbre, analizó los acontecimientos.
Resignada ante la propia fantasía, o no, rescató las sensaciones: todo lo que le había quedado de esa especie de sueño, o no, era la emoción que sintió al volver a sentir paz, esa paz inmensa que lo hace todo posible. Que calma, que aclara, que concilia. Que abre puertas que parecen cerradas para siempre.
Fui yo, es mi voz inteligente y siempre atenta, ese susurro etéreo que llega desde el confín de los sentimientos y me habla de esperanzas. Entonces... todavía estoy a tiempo, todavía soy capaz, todo está en mí.
Encendió el contacto y lenta, muy lentamente, emprendió el regreso.
Comenzaba a anochecer.
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